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jueves, 3 de noviembre de 2011

Cumplir quince años, un salto a la nada

Un tierno relato de la escritora mexicana Ángeles Mastretta, para aquellas que aún recuerdan su cumpleaños de quince, allá... hace tiempo.

EL REINO DE LA VERDAD PERDIDA

Había que tener quince años para usar medias transparentes y zapatos de tacón, para hundirse en el ensueño de un futuro azul y luminoso que se iniciaba con el preciso y encantador deber de usar liguero y conseguir el correspondiente derecho a esconderse un papel bordado de fantasías en el centro de nuestro primer sostén.
Cumplir quince años era dar un salto irrevocable de la nada a la nada creyendo que había uno salido de la infancia para convertirse de pronto en una mujer y sus consecuencias.
En veinticuatro horas y tras un pastel más alto que los anteriores pero al fin y al cabo un pastel y una euforia, pasaba uno de tener prohibido el acceso a todo lo que fuera el mundo adulto a entrar de lleno en la obligada costumbre de asumirlo como si no fuera lo restringido y extenuante que debió ser.
Antes de los quince años uno podía darse el lujo de tener amigos con los que verse a escondidas en el club donde patinábamos por las tardes, pero a los quince años eso quedaba prohibido en nuestra cabeza, y nuestro desatinado corazón tenía que conformarse con la barbaridad de pensar que cada hombre al que dirigíamos la palabra era un probable marido y como tal un enemigo en el que practicar las más complicadas tácticas y estrategias conducentes a formar un hogar. Justo eso que a los muchachos de una edad cercana les parecía lo más remoto y menos importante del mundo.
Nunca se me olvidará el gesto de terror que invadió el rostro adolescente y los ojos azules del primer niño que quiso ser mi novio.
Estábamos detenidos en el febril espacio que guardará para siempre la esquina de la 15 sur y la 11 poniente: la calle en que burbujeaba una escuela secundaria para niñas y el camino a una escuela secundaria para niños se cruzaban ahí. No hubo por esos tiempos y en esos rumbos corazón incandescente que no recibiera en aquel cruce una solicitud de amor.
-¿Te vas a casar conmigo?- le pregunté mientras nos mirábamos sin tocarnos, a pesar de que casi todo lo que no tenía permiso de opinar en nuestros cuerpos intuía que eso era lo único sabio que podría sucedernos.
Tardó un tiempo sin contestar , para mi orgullo, intentaba responder con honradez. Se miró los zapatos, recontó con los dedos los botones de su uniforme. Entonces todavía no se le caía el pelo rubio que le tapaba la frente, despeinado y acariciable, y tenía los hombros en el lugar preciso, y seguramente todo en el lugar preciso, aunque yo no haya podido comprobarlo jamás porque sus labios delgados y exactos me dijeron despacio:
-No. ¿Cómo puedo saberlo?
-Entonces ¿para qué somos novios?- le dije toda poblada del doctorado en adultez que me concedían los quince años.
Para mi desgracia, él no era elocuente ni capaz de mentir y estaba educado tan mal como yo. Así que no me tomó de la mano, ni caminó conmigo calle abajo hasta mi casa para que todos sus amigos y las mías pudieran celebrar nuestro acuerdo. No hubo acuerdo y, aunque los vértices de mi cuerpo temblaran de tristeza, lo dejé irse cobijada por la tranquilidad de mi conciencia y una certidumbre de que tenía conmigo la verdad absoluta que sólo perdí cinco años después y que aún no recupero.
Entre otras cosas, por eso nunca se me antoja volver a los quince años. Tampoco me gusta recordar que los tuve en un mundo tan necio. Me revuelve pensar que nuestra piel de entonces no disfrutó ni se dio cuenta de que estaba siendo así por última vez, que nuestras piernas firmes, nuestros ombligos niños, nuestros pechos como de juguete no conocieron otros cuerpos ni dejaron entrar otras luces.
Quizá me pase la vida desafiando aquellas certidumbres, quizá del aplomo estúpido con que creía saberlo todo a los quince años se derive mi actual vocación por lo incierto.
Si es así, alguna vez bendeciré mi necedad de entonces. Hoy mismo la bendigo por haberme traído a un reino permisible y audaz,a un reino con sus fortunas implacables y sus duelos como naufragios, a un reino donde el insomnio pesa tanto como el sueño y el miedo tanto como la libertad, a un reino desencantado y por lo mismo febril, al impredecible y fascinante reino de la verdad perdida.-

                                                      Ángeles Mastretta



Imágenes: pintura de Evelyn de Morgan "Medea", y del pintor suizo Ernest Bieler: "Tres chicas jóvenes" y "Un hermoso domingo".
El texto de Ángeles Mastretta fue seleccionado de su libro: "Puerto Libre", Planeta Biblioteca del Sur.

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