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miércoles, 20 de abril de 2016
Toda una vida
Quinto año de una antojadiza antología de la poesía de todos los tiempos, seleccionada por el escritor Quique de Lucio. Esta pretende ser una antología cuyo sentido radica en la actividad del lector, en su lectura que organiza los textos como un proyecto de su propia aventura y goce creadores. Difundiendo a los hacedores, respetando el derecho de autor.
Publicación N° 1.336-
Michelle Pérez-Lobo
Poetisa y ensayista de México. Estudió Letras Iberoamericanas en la Universidad del Claustro de Sor Juana y es editora de la sección de poesía de la revista La Peste., donde también ha publicado poemas y ensayos. Ha colaborado en numerosas revistas, como Pánico, La Hoja de arena, Cuadrivio, etc. Parte de sus poemas han aparecido en antologías de su país y del extranjero.
"Valía la pena inmortalizar
nuestras exhalaciones
el primer día que fumamos -sin éxito-
y la composición de nuestras lágrimas"
TODA UNA VIDA
Cada hombre es un astro aparte,
todo ocurre siempre y nunca,
todo se repite hasta el infinito
y de forma irrepetible.
Danilo Kis
Cuando niña,
tal vez con ocho o nueve años de edad,
inventé una historia
para lidiar con la incertidumbre de la muerte.
No podría decir
que fue una elaboración consciente,
madura:
era sólo un cuento,
un calmante
para mi incipiente nerviosismo.
Fallecer no era un asunto
capaz de interrumpir el sueño;
era lo que debía ser,
lo que las películas infantiles mostraban:
animales que caen en precipicios
-entre montañas como trozos de dulce-
para jamás levantarse;
bicho pequeño que devora a otro minúsculo
porque necesita luz para mover las patas.
Mi idea no planteaba evadir el fin,
ni siquiera prolongar la vida:
yo no tenía intenciones de alquimista.
Me parecía más útil
(y en esto fui calculadora y fría)
que morir fuese un trámite
para conocer con precisión
lo que hicimos durante la existencia.
Mientras las calles se alargan
como profundas líneas en las manos
y las personas sufren,
escriben libros
y caen en la desgracia,
se nos escapan los detalles más sutiles,
los recovecos llenos de células inútiles,
gran cantidad de actos cotidianos.
(Hoy, ya con estudios a cuestas,
pienso en Georges Perec,
ese ilustre archivero de carne
que definió la noción
de lo infraordinario:
lo que el noticiero no cubre,
la intrascendencia,
el ripio de los días
que entreteje cada hora,
que infla el corazón de la rutina.)
Así, surgió mi historia,
como una red para atesorar lo mundano,
aquello que, en ese entonces,
era lo único que tenía relevancia.
Al expirar,
cuerpo y alma aún pegados,
como las dos caras de una hoja,
y sin parecer un cadáver
moteado como un tigre
a punto de desfallecer,
yo llegaba a un sitio neutro,
ajeno a dioses y demonios y ángeles:
una habitación blanca
como un diente de leche,
como la pata de un cabrito.
Después de caminar
a lo largo de un sendero,
aparecía un escritorio alto,
de un color brillante,
como si estuviera hecho de mel;
encima, nada de papeles,
desnudez de ornamentos
y una voz detrás, sin huesos.
No era ese timbre
el verbo de un dios severo
ni el consuelo en forma de instrumento.
Un sonido discreto,
sin género definido
me esperaba en la oficina de luz,
con total paciencia.
De un momento a otro,
comenzaba a dictar
todos los detalles
que habían constituido mi vida.
Cuando escribo detalles
me refiero a minucias,
repeticiones,
nada de trascendencia
ni heroísmo.
La voz sumaba
años y años
con gran destreza
(si existen los seres superiores,
han de ser matemáticos):
números de escalones saltados,
cantidad de dulces digeridos,
de moscas vistas
y cabellos desprendidos,
huellas que ensuciaron la alfombra,
sudor acumulado en las manos,
páginas leídas,
perros acariciados,
cantidad de palabras pronunciadas,
cifra exacta de parpadeos,
basura generada,
canciones tarareadas,
litros de orina expulsados,
uñas ordisqueadas,
moretones,
lápices utilizados,
horas de sueño,
enfermedades contraídas,
carcajadas proferidas,
minutos desperdiciados,
discusiones victoriosas
y velas encendidas.
En fin,
la estadística completa
-siempre en furiosos participios-
de qué había hecho yo
mientras pude consumir
toda el agua y el aire disponibles.
No tengo claro
qué seguía después de tal revelación:
si un arrepentimiento débil,
una alegría sin control,
o un reclamo largo
porque había una falla en la cuenta.
No sé si era entonces
cuando veía a todos mis muertos
-por los que aún no había sufrido-
y los canes que susurraban entre ellos
sus nítidos aullidos de consuelo.
La única certeza
era que la muerte consistía en ese instante
en que toda acción cobraba sentido
pues alguien, ¡qué suerte!, había tomado nota
de mis grandes proezas
en tanto yo me distraía
descifrando nubarrones.-
Michelle Pérez-Lobo
Imágenes: Pinturas de Alexei Zaitsev (Rusia, contempráneo)
quiquedelucio@gmail.com
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Un gran blog, que no decaiga. Es admirable el gusto con el que se relacionan textos e imágenes. Y la elegancia.
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